Por: Martín Alexander Martínez Osorio

La teoría del bien jurídico, es decir, la determinación del interés socialmente protegido en la norma penal, sigue siendo objeto de una acalorada discusión en la doctrina contemporánea. Sin embargo, pese a la progresiva normativización de las diversas categorías de la teoría del delito (gracias a los trabajos de Günther Jakobs y sus discípulos) el establecer ese “estado valioso” que el derecho penal debe proteger sigue siendo importante en orden a una interpretación correcta de los tipos penales. En efecto, la importancia de establecer el bien jurídico protegido por la norma, permite delimitar que entra en el campo de aplicación del poder punitivo del Estado y que no. Por ende, este principio, es parte del grupo de límites de naturaleza garantista que no permiten el desborde de la tosca potestad del Estado para castigar a sus ciudadanos.

Existiendo entonces, un consenso doctrinario y jurisprudencial acerca de su importancia, toca al intérprete la tarea de descubrir y determinar cuál es el bien jurídico protegido en las distintas figuras delictivas de la parte especial del código penal. Esto acontece también en el delito de lavado de activos, el cual podemos definir como el proceso consistente en dar apariencia de legalidad a bienes que son producto de un delito antecedente, fuente o determinante, mediante diversas operaciones financieras o comerciales a fin de ocultar o ensombrecer su mácula de ilicitud, para disponer de ellos, de forma posterior, sin cuestionamiento alguno.

En efecto, el lavado de activos es un delito que se desarrolla merced de instrumentos internacionales tales como la Convención de las N.N U.U. contra el Tráfico Ilícito de Estupefacientes y Sustancias Psicotrópicas (1988), la Convención de las N.N.U.U. contra la Delincuencia Organizada Transnacional (2000) y la Convención de las N.N.U.U. contra la Corrupción (2003). De igual forma, se perfecciona mediante normativa de “soft law” como acontece con las “40 Recomendaciones” del Grupo de Acción Financiera Internacional (GAFI/FATH) así como el “Reglamento modelo sobre Delitos de Lavado Relacionados con el Tráfico Ilícito de Drogas y otros Delitos Graves” (1992) elaborado por el grupo de expertos de la Comisión Interamericana para el Control del Abuso de Drogas (conocida como CICAD) de la Organización de Estados Americanos (OEA).

En todos estos instrumentos normativos, se destaca una preocupación porque diversas formas complejas de criminalidad (tales como la delincuencia organizada, corrupción gubernamental y terrorismo) puedan obtener recursos que les sirvan en actividades tales como el pago de abogados y de otras especialidades profesionales, inversiones inmobiliarias, compra de artículos suntuosos, obtención de armamento, “coimas” o sobornos a funcionarios y empleados públicos, financiación de entrenamientos a sus integrantes, etc.).

Esto nos lleva a considerar que el interés protegido por el delito de lavado de activos se enfoca en desmantelar esta capacidad económica de la mega criminalidad; y, por otra parte, proteger por parte del Estado el circuito económico lícito a fin que no ingresen capitales derivados de actividades delictivas como las mencionadas en el art. 323 del estatuto punitivo.

Podemos afirmar entonces que la figura delictiva en estudio tiene una naturaleza pluri-ofensiva: se afecta tanto a la administración de justicia, como también, al orden económico cuyo fundamento son las relaciones jurídicas realizadas dentro del marco de la licitud. Este último aspecto resulta mencionado en la sentencia C-191 de 20 de abril de 2016 de la Corte Constitucional, en la que afirmó que el interés socialmente protegido por este delito, es el orden económico-social “que consiste en una serie de condiciones de interés general necesarias para el correcto ejercicio de las libertades, en concreto, de las libertades económicas, a través de la organización y planificación general de la economía en un país. Se trata de descripciones típicas que imponen límites a la libertad económica en pro de la legalidad del tráfico de bienes y servicios, las condiciones de competencia leal, la protección de la empresa y del trabajo legales. Estos delitos también buscan proteger el patrimonio público que se ve mermado por estas actividades que evaden el pago de aranceles y tributos”.

No obstante, lo anterior, y teniendo en cuenta lo prescrito en instrumentos internacionales, existe una razón adicional de incriminación en el lavado de activos, y la misma se relaciona con obstaculizar o impedir a las agencias del sistema penal la identificación, incautación y comiso de bienes relacionados con actividades delictivas. Tal imposibilidad de hacerse con esos bienes repercute en la eficacia del sistema de persecución criminal y, en última instancia, en el funcionamiento mismo de la administración de justicia. Por ello, es que se castigan las diversas formas de ocultamiento de bienes que impidan su detección y aprehensión. Como lo expone cierta doctrina germana: “los bienes de origen ilícito pertenecen al Estado”. Por ello, el Estado debe hacerse de los mismos mediante su incautación, comiso o extinción de dominio. Esta es la vía que sigue la ley penal colombiana, como la inmensa mayoría de legislaciones iberoamericanas, ya que regula de forma explícita algunas formas de favorecimiento real en su artículo 323 (cuando señala como conductas típicas “les dé a los bienes provenientes de dichas actividades apariencia de legalidad o los legalice, oculte o encubra la verdadera naturaleza, origen, ubicación, destino, movimiento o derecho sobre tales bienes”).

En conclusión, la necesidad de incriminación del delito de lavado de activos, se justifica en que se tratan de bienes que el Estado tiene la obligación de incautar, comisar o extinguir su dominio; y por otra parte, en que de no impedir su introducción en la economía legal, ello puede incidir en el ámbito de la libre competencia, en la solidez y reputación del sistema financiero, así como en el marco de licitud que debe regir las relaciones comerciales entre los particulares.

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