¿Qué tal un café para comenzar esta lectura?
Por: Andrés Felipe Peláez Reyes.
Una de las grandes discusiones entorno al ejercicio del poder punitivo del Estado, ha girado alrededor del fin que se persigue con su ejecución. Hay quienes han sostenido, a lo largo de la historia, que su único objetivo ha sido el de la mera retribución del daño causado, otros han opinado que el ius puniendi se ejerce para satisfacer diversas necesidades como, por ejemplo: evitar que se sigan cometiendo delitos, corregir a quienes han actuado contrario a derecho, restaurar los daños, o, incluso, para alcanzar todas estas posibilidades simultáneamente.
Otra de las posturas teóricas que ha ganado múltiples adeptos en la doctrina jurídico-penal tiene que ver con la función comunicativa de la pena, que estima que los puntos de partida señalados anteriormente han derivado en la creación de múltiples objetivos que, en la práctica, no son (ni pueden ser) alcanzados con la imposición de la sanción, pero que han generado una gran expectativa frustrada en la sociedad frente a los resultados prometidos. En consecuencia, esta postura sostiene que la pena no tiene la capacidad de evitar la comisión de delitos futuros, sino que su fin tiene que ver con la emisión de un mensaje de reprobación sobre el comportamiento pasado, reprendiendo la comisión del injusto culpable a través del acto de comunicación que es la sentencia, pero, a su vez, confirmándole a la sociedad la vigencia de la norma infringida.
A la luz de lo anterior, la pena no tiene como objetivo principal el generar en el procesado un sentimiento de arrepentimiento o de ánimo de enmienda del daño ocasionado, pues esto sería -en palabras del profesor Silva Sánchez- una coacción estatal que pretenda mover al arrepentimiento y a la reconciliación. Por el contrario, la pena es un acto de censura, que a veces es la mera declaración de la existencia de la conducta punible, o, en otras ocasiones, está acompañado de la imposición de dolor al sancionado a través de su ejecución material.
Teniendo en cuenta todas las posturas existentes frente a los objetivos de la imposición y ejecución de la pena, surge la inquietud acerca de si es posible no ejecutarla amparado en el criterio del perdón estatal, teniendo en cuenta que ello implicaría eludir el prestablecido proceso y las consabidas consecuencias jurídicas a imponer, a pesar de que toda la sociedad lo espera en virtud de los principios de legalidad e igualdad.
Frente a esta situación, se han rondado los terrenos de diversas instituciones como la conciliación, los mecanismos de terminación anticipada del proceso (preacuerdos, allanamientos y principio de oportunidad) o la justicia transicional que, en mayor o menor medida, han significado un acto parcial de renuncia al ejercicio del poder punitivo y, por qué no, de una indulgencia parcial.
Lógicamente, en sociedades tan convulsionadas como las nuestras existe aún mucha resistencia a la posibilidad de que, tan si quiera, se disminuya la sanción a imponer, siendo entonces casi que impensable ejercer actos de perdón total, porque esto puede entenderse como una rendición del Estado frente a los actos ilícitos que debe investigar y juzgar o, en otras palabras, el reconocimiento de su propia incapacidad de abordar y gestionar dichos conflictos antijurídicos.
Sin embargo, más allá de los reproches que puedan surgir, el perdón, en sus múltiples aristas, ha sido un mecanismo históricamente estudiado con el cual, a grandes rasgos, el Estado renuncia a la imposición o ejecución de una pena merecida, sustentado en tres posibilidades principalmente: (i) la gracia, como expresión del perdón puro e incondicional del soberano; (ii) la corrección, como ‘válvula de escape’ a aquellas injustas y desproporcionadas leyes penales y; (iii) como recompensa por un servicio brindado al Estado[1].
De dichas alternativas que se señalan como fundamentos del perdón, la que pareciera encontrar mayor eco actualmente es la segunda, esto es, el perdón como la posibilidad de eludir la aplicación de leyes desproporcionadas, pues es aquella en la que gobernantes y/o legisladores apoyan sus causas particulares en procura de la exculpación.
No es un secreto que actualmente las leyes penales han sido sujetas al voraz populismo punitivo, casi al punto de que más que hablar de la constitucionalización del derecho penal, debería hablarse de su democratización, degradándose entonces el pensamiento legislativo de la sociedad a la creación de bienes de consumo electoral que se traducen en el alza, en términos de votación, y la baja, en punto de derechos y garantías. De esta manera, es claro que la creación de normas en nuestra sociedad se caracteriza por un ejercicio restrictivo in crecendo que ocasiona múltiples problemas sociales, como el desmedido e indiscriminado afán de aumentar las penas a imponer.
Muestra de lo anterior es la reprochable práctica de aumentar las penas para hacer lucir el poder punitivo más intimidante, pero, acto seguido, buscar canales con los cuales se obtuviera una disminución de la sanción a imponer, como ocurrió por ejemplo con la implementación de la Ley 890 de 2004, o el arremetimiento contra el crimen organizado a través de múltiples leyes y luego derivar en negociaciones de paz.
Pareciera entonces que, más que encontrar cabida en alguna teoría de la pena, el perdón se fundamenta en el reconocimiento de una injusticia estructural y que pudiera ser la reacción política a la desproporción de la actividad legislativa en la gestión y regulación del poder punitivo del Estado. No obstante, resulta bastante peligroso iniciar una cruzada por la obtención de ‘mil perdones’ que en últimas resulten poner en tela de juicio la ya desprestigiada justicia penal.
Desde luego que la búsqueda y consecución de la paz, como valor fundante, derecho y deber de obligatorio cumplimiento debe implicar concesiones que han de ser aceptadas, pero ello no puede profundizar la crisis de un poder punitivo que cada vez se torna más selectivo, consiguiendo -como generalmente ocurre- que la excepción se convierta en la regla general.
Entonces, el recrudecimiento de los variados conflictos que aquejan nuestras sociedades se encuentra generando la necesidad política de flexibilizar las normas frente a grupos particulares, pudiendo ello abrir un gran boquete de desigualdad. Por supuesto que es menester reconocer los conflictos sociales, sus orígenes y desarrollos, pero esto no ha de implicar la estocada a la poca seguridad jurídica y previsibilidad que caracterizan nuestro ordenamiento jurídico.
[1] Silva Sánchez (2018). Malum passionis. Mitigar el dolor del Derecho Penal.