¿Qué tal un café para comenzar esta lectura?

Por: Jhony Ángel Mena

Es pretencioso que acepte escribir sobre la importancia de la traducción. Sin duda, es aún más pretencioso que, para disculparme por ese primer atrevimiento, me enrede en disquisiciones sobre el traductor de una obra que parece escribir para mí en particular. Sin embargo, el propio Borges comparte este criterio. Según él, la perenne inferioridad de las traducciones frente al original es una superstición debida a nuestra familiaridad con la obra primigenia, que convierte lo aleatorio y probablemente mejorable en necesario. “No hay un buen texto que no parezca invariable y definitivo si lo practicamos un número suficiente de veces”, observa al comentar las versiones homéricas en Discusión.

Precisamente, algo similar me pasa cuando estoy leyendo la versión en español de Repensar el derecho probatorio, del gran William Twining, traducida por el profesor Paul William Cifuentes. En efecto, me pareció haber descubierto a alguien que escribía exacta y estrictamente para mí. Esta impresión venía reforzada porque recientemente, muy pocos conocían la obra de Twining, en Colombia. De hecho, en gran parte, gracias a la traducción de Cifuentes, se comenzó a conocer, de primera mano, ya no por las citas de otros, el gran aporte del profesor británico nacido  en Uganda en 1934. En ocasiones ha señalado que tuvo una infancia colonial, una adolescencia anti-colonial, un comienzo de carrera neo-colonial y una madurez pos-colonial. Por mi parte, la lectura de ella no me cansaba, no me hartaba: estaba poseído; y sentía que cada línea resolvía los interrogantes que tenía pendientes hace años.

Quienes me leen perdonarán esta confesión de ingenuidad atroz. Siguiendo la intuición de Borges, que es una de las más polémicas, en la literatura: las obras originarias y las traducciones (obras derivadas) tienen un valor equivalente. Borges jugaba con la vieja idea, confirmada por las normas de derechos de autor, según la cual una traducción, buena o mala, pretendidamente fiel o llena de libertades, es una obra distinta de la original y no meramente su copia. Se trata de una creación que emerge de la originaria, que, al duplicarse, se independiza del modelo del que proviene y sale en búsqueda de una vida propia entre los lectores. El trabajo de traducción exige una dedicación atenta a la obra que se está expresando en otra lengua; es difícil concluirlo con resultados satisfactorios; y supone un esfuerzo, en gran medida, ingrato e injustamente anónimo en muchos de los casos. Como diría, Stefan Zweig: “(…) aquí, como en todos los ámbitos del arte, la traducción y de la vida, los momentos sublimes, inolvidables, son raros”.

Como si todo lo anterior fuera poco, mi reflexión se hace más profunda cuando me topo con una columna de la escritora Irene Vallejo sobre su discurso de inauguración de la Feria de Fráncfort, en reconocimiento de la labor de los traductores. Ella nos hace recordar que podemos adentrarnos en viajes intelectuales sin límites gracias al oficio de la traducción. Podemos, adherirnos a  esta reflexión con la potente cita que la misma Vallejo hace del gran José Saramago: “(…) los escritores hacen las literaturas nacionales, mientras los traductores construyen la literatura universal.” En nuestro caso, no olvidemos que quienes se embarcan en la aventura de traducir las complejidades del mundo jurídico, construyen la cultura jurídica de nuestro país, adicionalmente esta extraordinaria idea de <<repensar la prueba>>, nos acerca a un problema central que podría replantearse de esta manera: la mayoría de la academia en derecho probatorio, dentro de la tradición del Civil Law y angloamericana (acá incluyo los cursos sobre la prueba y los debates públicos sobre problemas probatorios), se ha concentrado y se ha organizado alrededor de las reglas de la prueba, especialmente, las reglas de exclusión y su limitada estructura con-ceptual. Dentro de estas tradiciones, el estudio de otros aspectos de la prueba, como la búsqueda de evidencias y la interpretación de los hechos como los define Daniel González Lagier, generando entre otros interrogantes:  ¿qué es un «hecho»?, ¿qué clases de hechos son los más relevantes para el Derecho?, ¿cómo podemos conocer estos hechos?, ¿cómo se relacionan los hechos con las normas?, ¿son los hechos objetivos y neutros o «están cargados de teoría» (y de normas)?, ¿puede distinguirse realmente entre quaestio iuris y quaestio facti?, ¿qué consecuencias tiene esto para la prueba judicial?, ¿qué es una acción?, ¿y una omisión?, ¿cuándo hay una y cuándo varias acciones?, ¿cómo podemos determinar la existencia de una relación de causalidad entre dos sucesos?, ¿cómo se debe argumentar en materia de hechos?, ¿cuándo está suficientemente probado un hecho?, ¿qué importancia tiene realmente la inmediación en la prueba?, ¿cómo se prueban los estados mentales?, ¿en qué consiste «motivar» los hechos? Ha sido fragmentado y ocasio-nal. Los estudios en áreas como las ciencias forenses, la psicología del testigo, la prueba pericial, la lógica de la prueba, el estándar de prueba y el estudio sistemático de las instituciones encargadas de la investigación judicial y sus procedimientos se han desarrollado, no sólo ajenos a la doctrina probatoria, sino también ajenos entre sí.

Todas estas líneas de investigación parecen relacionarse, pero la naturaleza exacta de esta relación todavía es misteriosa y confusa en nuestro sistema jurídico y judicial. Desde una concepción expandida de la doctrina legal es válido preguntarse: ¿Es posible desarrollar una estructura coherente para el estudio de la prueba, la evidencia y los temas afines dentro del derecho académico y practico?

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