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Por: Andrés Felipe Peláez Reyes.

La Constitución Política de Colombia ha dotado a la Fiscalía General de la Nación de una de las facultades más trascendentales que puede tener un Estado de Derecho: la salvaguarda del orden social a través del ejercicio de la acción penal. No quiere significar ello que la Fiscalía se configure como la gran salvadora de la sociedad y de la convivencia, pero a través del rol a ella asignado -siempre que sea bien ejecutado- es posible disuadir comportamientos que atentan contra los bienes jurídicos más sensibles que tiene nuestra sociedad, o, por lo menos, intentar restablecer el orden alterado, lo que a la postre permitiría desarrollar una vida en paz.

A pesar de la función tan sensible e importante asignada al persecutor, mal se haría en advertir que sostiene una “pretensión punitiva”, pues en realidad su labor no está llamada a solicitar la consecución de algo que desea, sino, por el contrario, debe adelantar su gestión de forma transparente, en todo caso, ceñida al principio de objetividad.

Es lo anterior el fundamento principal para entender que el ente persecutor se encuentra obligado a actuar bajo los estrictos y rigurosos límites constitucionales y legales en los cuales se enmarca su función. Nada bien le queda a la Fiscalía colombiana legitimar actuaciones ilegales únicamente amparada en el pretexto de la justicia para satisfacer intereses particulares. A la “verdad” no se puede llegar de cualquier manera, mucho menos atropellando a la ciudadanía con el arrollador poder punitivo.

Por ello es incesante la necesidad de continuar con la indispensable pedagogía para que se comprenda el derecho penal como un límite al ejercicio del poder punitivo del Estado, pues, aunque quiera deformarse su entendimiento públicamente como si se tratara de “un mecanismo de protección a la delincuencia y no a la ciudadanía”, lo cierto es que los procedimientos legalmente establecidos no son más que la garantía que busca evitar excesos estatales al momento de juzgar a un ciudadano.

Ahora bien, no sólo los ritos procesales son los límites en el ejercicio de la acción penal, de hecho, los derechos fundamentales se constituyen en los cimientos de los mismos, pues, aunque no pueden entenderse como aspectos irreductibles o absolutos, lo cierto es que son fronteras que únicamente podrán ser atravesadas sí y sólo sí se cumplen los prerrequisitos para ello establecidos, consistentes -en algunos casos- en la autorización jurisdiccional que permita su intromisión y, en otros tantos, que se propicien una serie de circunstancias fácticas que ameriten la inmediata reacción e intervención por parte de los ciudadanos. Esto tiene como objetivo que el poder punitivo del Estado se utilice de manera justa y equitativa.

Uno de los derechos fundamentales que mayor relevancia cobra al momento de hacer referencia a los límites al poder punitivo es aquel contemplado en el artículo 15 constitucional, según el cual “todas las personas tienen derecho a su intimidad personal y familiar y a su buen nombre, y el Estado debe respetarlos y hacerlos respetar (…) La correspondencia y demás formas de comunicación privada son inviolables. Sólo pueden ser interceptadas o registradas mediante orden judicial, en los casos y con las formalidades que establezca la ley.”.

Se trata entonces de que el Estado es el principal llamado a garantizar la protección e inviolabilidad del ámbito privado y personal, tanto entre los ciudadanos, como de cara a la ejecución de las funciones estatales, hasta el punto de que la jurisprudencia constitucional, velando por dicho amparo, ha catalogado la intimidad como el escenario exento del poder de intervención del Estado.

“El núcleo esencial del derecho a la intimidad supone la existencia y goce de una órbita reservada para cada persona, exenta del poder de intervención del Estado o de las intromisiones arbitrarias de la sociedad, que le permita a dicho individuo el pleno desarrollo de su vida personal, espiritual y cultural[1]”.

En suma, referirse al derecho fundamental a la intimidad en el marco del proceso penal, necesariamente implica el reconocimiento mismo de la dignidad humana, de la autonomía y privacidad de los ciudadanos. Es también garantizar la proscripción de la arbitrariedad del Estado y el desbordamiento de sus funciones, lo que necesariamente deriva en la confianza en la institucionalidad.

A propósito de lo anterior, en Colombia se han sentado las bases de una jurisprudencia sólida y pacífica en punto a proteger la intimidad y la expectativa razonable que sobre la misma es posible ostentar por parte de la ciudadanía. Básicamente, se ha analizado la tensión que surge entre la búsqueda de la verdad jurídica objetiva y los derechos fundamentales a la intimidad y al debido proceso, lo que hace que pensemos acerca del carácter relativo en la aplicación de los derechos cuando se presenta una colisión entre ellos en aras de propender por su coexistencia.

En principio, sería sencillo aducir que fue el mismo constituyente el que advirtió desde el artículo 29 constitucional que “es nula, de pleno derecho, la prueba obtenida con violación del debido proceso”, lo cual se constituye como la regla general en la materia.

Sobre lo anterior, la revisión de la Corte Constitucional ha girado alrededor de una premisa fundamental: las grabaciones realizadas en el ámbito privado de la persona, bien sea que se ejecute con la finalidad de publicar el contenido obtenido subrepticiamente o no, se constituye en una vulneración al derecho fundamental a la intimidad y, en consecuencia, es una prueba ilícita, salvo dos excepciones concretas: (i) que el interlocutor acepte o consienta previamente la grabación o; (ii) que la autoridad jurisdiccional autorice expresa y previamente dicha actuación[2].

Una excepción adicional fue sumada por la Sala Penal de la Corte Suprema de Justicia y es la consistente en aquellos escenarios en que se permite que una persona particular, sin orden de autoridad jurisdiccional competente, pueda llevar a cabo una grabación de terceras personas y el producto de las mismas pueda tener validez como prueba en un proceso penal y es, precisamente, cuando es víctima de una conducta punible y tiene como objetivo preconstituir prueba.

Sin embargo, para que este escenario se posibilite, deben reunirse tres condiciones simultáneamente:

  1. Que la grabación la realice directamente la víctima de un delito o con su aquiescencia.
  2. Si capta el momento del accionar criminoso y,
  3. Si tiene como finalidad preconstituir prueba del hecho punible[3].

Este escenario excepcional busca procurar a la víctima herramientas idóneas y elementos de juicio que permitan a este sujeto procesal propender por sus derechos judicialmente a la verdad, justicia y reparación integral. La razón para dicha autorización es la dificultad probatoria que suponen algunos escenarios que, de otro modo, dejaría al afectado carente de cualquier medio de convicción y promovería la impunidad.

Visto lo anterior, ninguna duda subsiste acerca de lo excepcional que resulta la validez de la utilización de grabaciones que se producen en el ámbito privado y particular de los individuos y el cumplimiento de un catálogo de requisitos rigurosos que, de no cumplirse, derivan inequívocamente en la producción de una prueba ilícita y, consecuentemente, nula de pleno derecho.

Pero aún con la claridad que la jurisprudencia enseña esta situación, el avance de los medios tecnológicos ha significado un importantísimo reto para la administración de justicia, que pese a tener reglas del juego previamente establecidas y con muy poco margen de interpretación en esta materia, es objeto de manipulaciones de algunos sujetos que buscan revestir de licitud actuaciones que evidentemente carecen de dicha característica.

Ni qué decir de la opinión pública, que desprevenidamente procura por el sacrificio de los derechos de terceras personas sin enterarse que con ello también persiguen la abolición de los derechos de todos, como si no hubieran sido suficientes las interminables luchas que nos han permitido gozar de mínimos en aras de obtener la libertad.

En todo caso, no puede olvidarse que el principal llamado a cumplir y hacer cumplir los derechos y su real aplicación es el Estado, por ello debe exigírsele una actuación acorde a su responsabilidad y condenar todo tipo de intromisiones ilegales y de intentos por legitimar lo ilícito.

[1] Corte Constitucional, sentencia C-881 de 2014.

[2] Al respecto cfr. Corte Constitucional, sentencias T-530 de 1992, T-003 de 1997, T-233 de 2007, T-276 de 2015

[3] Corte Suprema de Justicia, Sala de Casación Penal, Auto aprobado mediante acta 302 del 11 de septiembre de 2013, MP: María Del Rosario González.

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