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Por: Andrés Felipe Peláez Reyes.

Un viejo, pero aún marcado inconveniente padece la práctica jurídico-penal en nuestro país. Cada vez más profundo y con diversas aristas, este problema se refiere al momento exacto en el cual el incumplimiento de un contrato privado puede ser catalogado como un comportamiento típico del delito de estafa, contenido en el artículo 246 del Código Penal.

Por un lado, el derecho privado permite que las personas celebren un negocio jurídico, definiéndolo como “un acto por el cual una parte se obliga para con otra a dar, hacer o no hacer alguna cosa[1]”. En estos acuerdos existen, generalmente, un conjunto de prestaciones recíprocas, en la medida en que los extremos de la relación negocial buscan la satisfacción de los intereses mutuos.

Esto implica que cada uno de los extremos contractuales asume un conjunto de obligaciones que llevan a consumar la teleología del contrato. Sin embargo, también abre la puerta a la posibilidad de que las respectivas contraprestaciones puedan ser incumplidas, lo que lleva a que, en realidad, no se materialice lo convenido en el acuerdo de voluntades.

Un simple incumplimiento contractual, como la demora en la entrega de un producto, la mora en el pago o la defectuosa prestación de un servicio, per se, no puede ser catalogado como un comportamiento relevante desde la óptica punitiva. Esto tendría como consecuencia una mayor expansión del mecanismo de control social más invasivo del Estado, razón por la cual se establece un régimen de responsabilidad contractual que interviene en el incumplimiento, llevando a la solución del conflicto económico sin escalar a asuntos más gravosos.

El interés desde el punto de vista del derecho penal se impone en aquellos casos en los que se utiliza el contrato como un mecanismo para causar daño al otro extremo contractual y así obtener un provecho económico que, apegándose a la literalidad de lo acordado, no tendría cabida en el normal curso del negocio jurídico.

No es la simple causación de un perjuicio por el incumplimiento del contrato lo que interesa al derecho penal, pues esto está reservado al mundo de las obligaciones del derecho privado. Lo relevante en el ámbito punitivo es que este mecanismo, amparado por el ordenamiento jurídico, sea utilizado fraudulentamente para inducir en error al otro extremo contractual y así ocasionarle un perjuicio económico, con el correlativo beneficio patrimonial que de otra manera no hubiera percibido.

La confusión no es menor, pues en el campo del derecho privado se contempla el dolo como un vicio en el consentimiento consistente en la ejecución de artificios o maniobras desplegadas por un extremo contractual para llevar al error a su contraparte. Se señala que “sin él no hubiera contratado”, lo que inicialmente se parece a lo que entendemos por estafa, una inducción en error que es la causa para celebrar el negocio jurídico.

Una de las primeras aproximaciones para establecer la diferencia entre una y otra radica en que, según los profesores Valencia Zea y Ortiz Monsalve, “en el dolo negocial uno de los negociantes incurre en error, mientras que el otro no sólo no incurre, sino que se da cuenta exacta del error que el otro comete y se aprovecha de él”. Sin embargo, en este mismo campo, el dolo es obra de una de las partes y, además, suele exigirse un artificio o engaño, lo que nuevamente difumina la frontera entre el dolo negocial y el dolo delictivo.

La jurisprudencia de la Sala Penal ha descrito el comportamiento típico de estafa de manera cronológica y consecuencial, señalando: “(i) el despliegue de artificios o engaños sobre un tercero; (ii) que por causa directa y consecuencial de esos artilugios incurra en un error; (iii) que a raíz del error la víctima voluntariamente se desprenda de su patrimonio o de parte de éste y (iv) que quien desplegó la maquinación fraudulenta logre para sí, o para otro, un beneficio económico[2]”.

En la estafa se demanda la materialización de un doble resultado: el provecho ilícito en cabeza del sujeto activo, que se traduce en el incremento patrimonial obtenido luego de su comportamiento, y el correlativo perjuicio ajeno, que es el menoscabo en el patrimonio de la víctima.

Este nuevo elemento de juicio podría nutrir el debate tendiente a desligar estas instituciones jurídicas. En el ámbito privado, el dolo únicamente demanda el artificio para consumar la negociación, mientras que en el campo punitivo se exige el incremento patrimonial antijurídico, producto directo del detrimento sufrido por quien, bajo error, fue llevado a ejecutar el negocio, todo ello causado por la inducción o mantenimiento en error.

La Sala Penal de la Corte Suprema de Justicia ha adoptado diversas teorías para dirimir este conflicto, señalando que (i) la estafa tiene lugar cuando el engaño recae sobre elementos esenciales del negocio o cuando es causa de la celebración del negocio jurídico, (ii) cuando el engaño es antecedente al incumplimiento contractual o (iii) cuando concurren los criterios de imputación objetiva y deberes de autoprotección, lo que permite desligar una institución de otra[3].

Aunque estos criterios robustecen la teoría jurídico-dogmática, también llegan al absurdo de señalar más elementos que los previstos por el legislador al tipificar la conducta, por ejemplo, exigiendo la distribución de cargas entre víctima y victimario, señalando que “será entonces punible el comportamiento capaz de sobrepasar la barrera de contención que supone la actitud diligente del perjudicado”, olvidando así que el tipo penal de Estafa, como lo señala el profesor Fernando Velásquez, “es un delito que requiere de la cooperación de la víctima y que, por lo tanto, no puede cometerse contra nadie, sino principalmente en detrimento de los sujetos menos vigilantes y prudentes[4]”.

Argumentar aspectos como la ultima ratio para descongestionar el sistema judicial estableciendo menos escenarios que alcancen el radar de la estafa en el derecho penal y, en cambio, puedan trasladarse al campo del derecho privado, desnaturaliza el comportamiento tipificado como delictivo y abroga facultades ajenas a los entes judiciales y jurisdiccionales.

Muy en la línea de Balmaceda-Hoyos[5], no puede predicarse la existencia de un engaño civil diferente de un engaño penal, pues el engaño, engaño será, bien sea desde la óptica gramatical, contractual o delictiva. El problema jurídico propuesto se trata de un asunto de tipicidad de la conducta, razón por la cual no puede ser admisible el argumento de que exista un engaño que sólo interese al derecho civil. Si bien patrimonialmente puede ser relevante, ello no implica que el legislador no lo haya catalogado como conducta típica y, como tal, deba ser juzgada.

El mero incumplimiento contractual no debe ser penalizado, pero cuando se halla de por medio el engaño o la maniobra fraudulenta, será del interés del poder punitivo abordar estos comportamientos.

[1] Código Civil, artículo 1495

[2] Corte Suprema de Justicia, Sala de Casación Penal. SP 5379-2019, rad. 52.815 y SP4800-2020, rad. 56.031. M.P. José Francisco Acuña Vizcaya.

[3] Al respecto, cfr. Ramírez Echavarría, Ricardo. (2022). ¿Incumplimiento contractual o delito de estafa?. Criterios de delimitación en la jurisprudencia de la Corte Suprema de Justicia

[4] Velásquez, Fernando (2020). Delitos contra el patrimonio económico. Tirant Lo Blanch.

[5] Cfr. El delito de estafa: una necesaria normativización de sus elementos típicos, rescatado de http://www.scielo.org.co/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S0124-05792011000200007

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