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Por: Andrés Felipe Peláez Reyes.

Vivir en la denominada sociedad de los riesgos no sólo implica asumirlos en múltiples actividades cotidianas, sino también diseñar estrategias para mitigarlos, ya que, aunque su ejecución sea socialmente aceptada, no significa que su materialización lo sea.

Desde luego, la sociedad asume los riesgos convenidos con el ánimo de lograr su avance y desarrollo. Para ello, se diseña un ordenamiento jurídico, a modo de carta de instrucciones, no para eludirlos, sino para asumirlos de la mejor forma posible. La legislación, entonces, gobierna y regula todas aquellas relaciones en donde existan aspectos que reporten cierto peligro y que, eventualmente, puedan ocasionar perjuicios a los conciudadanos.

Esto justifica la contratación de actividades riesgosas dentro del objeto social de una empresa, como el trabajo en alturas o la manipulación de sustancias tóxicas, así como el uso de medios de transporte que conllevan cierto grado de riesgo, como aviones o barcos, dado que son fundamentales para alcanzar los objetivos y mejorar las condiciones de vida.

A propósito de estas situaciones, el legislador ha avanzado hacia la estructuración de programas normativos, a partir de los cuales los mismos creadores del riesgo sean los principales llamados a desplegar todas las actividades tendientes a obtener el máximo control posible. De este modo, se han creado reglamentos de seguridad y salud en el trabajo, lineamientos claros sobre cómo se deben ejecutar los contratos y autorizaciones particulares cuando se trata de emprender actividades riesgosas.

El interrogante sería: ¿podría jugar algún rol el poder punitivo del Estado en escenarios donde hay comportamientos que desbordaron el deber de control propio de aquellos quienes pueden considerarse como fuentes y/o responsables del riesgo?

Aquí es donde toma relevancia el concepto de compliance, entendido como «las medidas mediante las cuales las empresas pretenden asegurarse de que se cumplan las reglas vigentes para ellas y su personal, que se descubran las infracciones y que eventualmente se sancionen[1]”. En este sentido, estos programas de cumplimiento no solo buscan evitar casos de corrupción como aquellos cometidos en el pasado por compañías como Siemens u Odebrecht. También se busca que los protocolos y la prevención de riesgos no sean observados con desdén, como meros criterios de papel a ser aprobados para cumplir los estándares normativos de las autoridades vigilantes, sino como verdaderos mecanismos de control y mitigación de riesgos.

Los programas de compliance, además de estar orientados a cumplir los parámetros gubernamentales, también se dirigen a una autorregulación de las mismas empresas, pues ellas, más que nadie, son las que conocen sus procesos funcionales y, a partir de allí, pueden identificar con la mayor precisión los riesgos que se generen en su operación.

Por ello, aun cuando se comprende la posibilidad de que ocurran accidentes en el marco de la operación de un objeto social, lo cierto es que los mismos deben ser parte de una gran matriz de riesgos efectivamente pensada de cara a la operación y que, en últimas, sea posible sustentar probatoriamente que, cualquiera que fuese el hecho ocurrido, este estuvo fuera del alcance de un programa de cumplimiento normativo sólido, que cumple con los más altos estándares para evitar los riesgos y mitigarlos en caso de que se materialicen.

Esta es la gran importancia de que las personas jurídicas se tomen en serio sus matrices de riesgos, tanto en lo administrativo como en lo operativo, pues si bien en nuestro país no se encuentra implementada la responsabilidad penal de las personas jurídicas, la relevancia jurídico-penal se adquiere a partir del grado de responsabilidad que se le pueda atribuir a quien, debiendo anticipar los eventuales riesgos posibles en el marco de sus funciones y cumplir ciertos estándares normativos, optó por diseñar un programa de mínimos incapaz de evitar la materialización de los peligros previsibles.

Allí, además de las sanciones administrativas y jurisdiccionales a que hubiere lugar, podría tener cabida el régimen de responsabilidad penal por vía de omisión, lo cual se explica sucintamente a continuación:

Es claro que el régimen punitivo del Estado interviene cuando hay conductas que el legislador previó como delictivas, mismas que pueden materializarse por vía de acción (comportamiento activo relativo al “hacer”) o de omisión (comportamiento pasivo o referente al “no hacer”). Por lo general, los riesgos son eso, riesgos y, en consecuencia, no es común que se tilde su comisión por vía de acción, a menos de que se tratara de un actuar imprudente (o culposo) en donde se superara el riesgo permitido. Sin embargo, en el marco de lo aquí señalado, es más probable encasillar estas actuaciones en sede de omisión, pues ocurre que se evaden los controles legalmente exigibles, ignorando el deber de controlar la fuente del riesgo creado.

De esta manera, aunque no proceda un reproche punitivo contra la persona jurídica, esto incrementa las alertas y controles sobre quienes son directamente responsables dentro de las compañías de enfrentar y mitigar los riesgos. Un trágico incidente reciente en un reconocido establecimiento nos recuerda la importancia vital de contar con programas de cumplimiento normativo sólidos. Si bien la materialización del riesgo no necesariamente sea atribuible por vía de acción, quienes, por negligencia o falta de previsión, no anticiparon adecuadamente los peligros, podrían estar en la mira si es que se evidenciara un comportamiento negligente, pues ello habría posibilitado la consumación del peligro anticipado.

[1][1] Kuhlen, Lothar. (2013) Cuestiones fundamentales de compliance y derecho penal en Compliance y teoría del derecho penal. Ed. Marcial Pons.

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