¿Qué tal un café para comenzar esta lectura?
Por: Andrés Felipe Peláez Reyes.
Una gran polémica se ha desatado en Colombia a raíz de un caso mediático en el que una ciudadana cometió actos de vandalismo contra el Sistema Integrado de Transporte de Bogotá y promocionó estos hechos en redes sociales con el orgullo característico de alguien que, sin duda, se cree partícipe de una causa loable. Posteriormente, tras el escándalo social que se generó alrededor de lo ocurrido, la misma ciudadana intentó corregir su conducta, fundando una empresa y formando una familia. Sin embargo, cabe señalar que algunos comportamientos polémicos continuaron durante ese periodo.
El proceso penal no se hizo esperar, ya que los hechos fueron de dominio público y captaron la atención de la Fiscalía, los medios de comunicación y las redes sociales. Dicho proceso terminó de forma anticipada cuando la acusada aceptó los cargos imputados. No obstante, su condena fue agravada en segunda instancia. Además de ser encontrada responsable de los delitos de daño en bien ajeno y perturbación en servicio público de transporte , se le halló culpable de instigación a delinquir con fines terroristas, lo que incrementó significativamente su pena.
La controversia surgió no solo por quienes consideraron excesivos los delitos imputados y la valoración de los jueces de segunda instancia y casación, sino también por las condiciones personales actuales de la ciudadana, que parecían distar de las que tenía al momento de los hechos. Había fundado una empresa, generado empleo y, en términos generales, se había convertido en un actor económico. Esto planteó una interrogante crucial: ¿debió intervenir el poder punitivo del Estado en el caso de una persona que, aparentemente, ya estaba resocializada?
Los lectores habituales de este espacio reconocerán nuestra firme postura en defensa del derecho penal mínimo, según la cual la intervención del poder punitivo del Estado debe ser el último recurso para resolver un conflicto. Esto implica que el papel fundamental corresponde al legislador, no a instituciones como la Fiscalía, cuya función es investigar y juzgar los comportamientos que el legislador ha definido como imprescindibles para salvaguardar la convivencia social y los bienes jurídicos.
Sin embargo, es pertinente preguntarse si estamos ante un falso dilema al discutir si debía o no sancionarse con pena el comportamiento de una persona reinsertada en la sociedad.
Este no es un debate menor, ya que nos lleva a reflexionar sobre cuestiones fundamentales como el merecimiento de la pena, su necesidad y los fines que persigue en nuestro ordenamiento jurídico. En nuestro Código Penal se reconocen principalmente dos grandes funciones de la pena. Por un lado, la retribución, que consiste en imponer una sanción proporcional al daño causado por el delito. Por otro, la prevención, mediante la cual la pena busca disuadir futuros delitos, generando un efecto ejemplarizante. Lo anterior, sin que se olvide que adicionalmente se persigue la resocialización del penado.
Este tema ha sido objeto de un extenso debate histórico, que aún persiste. En la actualidad, en Europa, se ha venido discutiendo que el delito consiste en una infracción al deber ciudadano de cooperación, por lo que la pena no es más que la relación de sujeción del autor a ese deber, lo que le impone al individuo el tolerar el mal que le endilga el Estado.
Si centramos el debate únicamente en la resocialización, podríamos concluir que la pena no es necesaria en este caso, dado que la persona ya está adaptada a la vida en comunidad. No obstante, limitar el análisis a esta categoría sería insuficiente. Es necesario evaluar si persisten razones de prevención general o de retribución que justifiquen la intervención del poder punitivo.
Cabe recordar que el derecho penal interviene cuando se ha producido un daño o se ha puesto en peligro un bien jurídico. Así, el sistema penal actúa sobre hechos ocurridos en el pasado, los cuales deben ser analizados y juzgados en el contexto de su momento, sin necesariamente tomar en cuenta las circunstancias posteriores del acusado.
Por supuesto, el sistema debe considerar la trayectoria y las condiciones personales del procesado. Sin embargo, así como el derecho penal no puede anticipar futuros comportamientos inciertos, tampoco puede juzgar a una persona por lo que se ha convertido con el paso del tiempo, pues se podría enviar un mensaje erróneo a la sociedad en el cual la mora judicial permitiría que no exista ninguna sanción si el individuo varía en sus formas. Lo que se investiga y se juzga es la comisión de un hecho específico y si éste constituye o no una conducta delictiva.
Esta discusión ha puesto en evidencia una percepción social errónea: la de que el poder punitivo debería actuar selectivamente según la notoriedad pública de las condiciones personales del acusado, generando solidaridad en ciertos sectores de la comunidad. Esto es problemático, ya que existen otros ciudadanos en situaciones similares que también han debido afrontar las consecuencias legales de sus acciones sin recibir la misma empatía social.
Es importante transmitir un mensaje claro: nuestra sociedad no puede asumir que la amnistía es la regla general. Si bien hemos atravesado periodos de justicia transicional en búsqueda de la paz, esto no debería llevarnos a idealizar la comisión de delitos ni a considerar el perdón como un principio rector en todos los procesos. Tal enfoque podría generar un desequilibrio institucional y una latente desigualdad que, en última instancia, podría derivar en más violencia.
No podemos caer en la trampa de pensar que ciertas personas, por haberse resocializado o por generar empatía mediática, merecen un tratamiento especial. El derecho penal no es una herramienta flexible al servicio de la opinión pública; es un mecanismo que se activa para proteger bienes jurídicos esenciales bajo criterios previamente establecidos por el legislador.
La Fiscalía no tiene la función de decidir qué casos son «interesantes» o socialmente relevantes. Su deber es aplicar el ordenamiento jurídico de manera objetiva, sin importar la notoriedad del procesado. Si se llegara a ceder ante estas presiones externas, el sistema penal perdería legitimidad, alimentando un sentimiento de injusticia en aquellos ciudadanos que sí enfrentan todo el rigor de la ley sin concesiones.
Es esencial comprender que la equidad en la justicia penal no puede depender de la simpatía social o de consideraciones posteriores al delito. Romantizar el perdón en este tipo de casos, en nombre de una aparente resocialización, socavaría los principios de igualdad ante la ley, generando resentimiento y debilitando el orden institucional. En un Estado de Derecho, el poder punitivo debe actuar con firmeza, pero también con equilibrio, respetando el principio básico de que la justicia no distingue entre ciudadanos mediáticos y anónimos.
En todo caso, un aspecto positivo de esta coyuntura es que la sociedad colombiana comienza a comprender que no todo aquel que enfrenta un proceso penal es un ser humano repudiable, incluso si resulta condenado. El poder punitivo es extremo y despiadado. Las miserias del proceso penal son crueles, y debemos compadecernos de quienes lo enfrentan, luchando acérrimamente para que sus casos se resuelvan en derecho y con justicia. Solo así es posible fortalecer la legitimidad de nuestras instituciones jurídicas.