¿Qué tal un café para comenzar esta lectura?
Por: José Fernando Sandoval Gutiérrez[1]
Cuando en 1994 inició en el Congreso de Colombia el trámite que culminó con la aparición de nuestra actual ley de competencia desleal (Ley 256 de 1996), la primera versión del texto presentado contemplaba el acto desleal de “engaño” en los siguientes términos: “Se considera desleal la utilización o difusión de indicaciones incorrectas o falsas, la omisión de las verdaderas y cualquier otro tipo de práctica que, por las circunstancias en que tenga lugar, sea susceptible de inducir a error a las personas a las que se dirige o alcanza” (se resalta).
Desafortunadamente, dicha versión de la norma no se convirtió en ley y, en cambio, la versión del acto de “engaño” hoy vigente tiene un ingrediente adicional que alguna duda genera sobre la manera en que debería entenderse esta conducta de competencia desleal.
La versión del acto de engaño que finalmente fue aprobada es la siguiente: “(…) se considera desleal toda conducta que tenga por objeto o como efecto inducir al público a error sobre la actividad, las prestaciones mercantiles o el establecimiento ajenos” (se resalta). El ingrediente adicional al que me refiero es la palabra “ajenos” que se incluyó en la versión final y que no aparecía en la versión inicial de la norma. Este, que parece un pequeño cambio, es en realidad un problemático cambio, pues parece dejar por fuera una buena cantidad de casos.
Cuando se habla de “engaño” se hace referencia a aquellas situaciones en las que el empresario hace que los consumidores caigan en error y gracias a ello atrae clientela. Pensemos, por ejemplo, en una situación en que “J”, participante del mercado de bebidas gaseosas, afirma ser el único cuyos productos no contienen azúcar. Con esa afirmación induce en error a los consumidores puesto que no es cierto que sea el único ya que un par de participantes más también comercializan bebidas sin azúcar.
Como puede observarse, “J” induce en error a los consumidores acerca de los ingredientes que tienen los productos de los competidores, es decir, los productos ajenos, con lo cual se entendería configurado el engaño.
Hagamos ahora una variación en el caso. Pensemos en que lo que “J” afirmó es que las bebidas que vende no contienen azúcar pese a que ese es uno de sus ingredientes. Notemos que en ese caso induce en error a los consumidores, pero esta vez no lo hace sobre las bebidas de sus competidores, sino respecto de su propio producto, y así atraerlos a comprarlo.
En este último evento, a pesar de que seguramente ustedes están pensando que es una estrategia engañosa la de pretender atraer clientes con información falsa sobre el producto propio, la ley de competencia parece dejarla por fuera del “engaño”. Esto ocurre precisamente porque el error al que se induce es sobre lo propio y no sobre lo ajeno como lo exige expresamente la norma.
Esa forma de entender la norma no tiene mucho sentido en el contexto del mercado. Cuando de engañar consumidores se trata, los únicos eventos con los que uno se encuentra no son aquellos en los que el engaño tiene que ver con los productos y servicios ajenos. De hecho, me aventuro a afirmar que la mayoría de situaciones de engaño tienen que ver con inducciones en error sobre los productos y servicios propios. De manera que, no contemplar estas situaciones dentro del acto desleal de “engaño”, limita bastante el espectro de aplicación de la norma, pese a que la realidad del mercado reclama su aplicación.
Afortunadamente, la Superintendencia de Industria y Comercio ha expuesto en sus providencias judiciales varias razones para entender que el “engaño” incluye también el que versa sobre los productos o servicios propios. En todo caso, aunque a esta altura la entidad no lo hubiera reconocido, pienso que la inducción a error a los consumidores sobre lo propio, y no sobre lo ajeno, también podría ser juzgada por competencia desleal, aunque bajo un argumento diferente.
Un comportamiento como ese ese reprochable en tanto se puede enmarcar en el artículo 7 de la ley de competencia desleal que corresponde a la denominada “cláusula general”. En efecto, atraer consumidores, basándose para ello en inducirlos en error, es decir, afectando la claridad en su decisión de consumo, es un comportamiento contrario a la buena fe comercial. ¿y por qué tal cosas en contraria a la buena fe comercial? Esto es así, porque con ese comportamiento se afecta el interés de los consumidores a partir de una intromisión injustificada en dicho interés, ya que se logra su conquista por parte del empresario, no a partir de las bondades del producto o el servicio que ofrece, sino a partir del error que se genera sobre las personas.
En ese orden de ideas, aun cuando asumiéramos que los eventos de engaño sobre lo propio no pueden juzgarse bajo el acto de “engaño”, eso no significa que escapen del ámbito de la competencia desleal, pues fácilmente se pueden enmarcar dentro de la cláusula general.
No quiero irme sin: invitarlos a ver y escuchar la charla que muy pronto publicaremos junto a la Revista Derecho Debates y Personas, en la que hablo sobre la responsabilidad por actos de competencia desleal, pero especialmente me referiré al régimen de responsabilidad que debería usarse para resolver este tipo de casos. ¿Qué piensan ustedes, debería acudirse a un régimen objetivo o a uno subjetivo?
[1] Abogado consultor y litigante en competencia desleal y propiedad industrial. Socio en Estrella & Sandoval Abogados. Profesor de competencia desleal, propiedad industrial y derecho procesal. Escritor de columnas y artículos académicos. Jugador aficionado de baloncesto y habitual tomador de café. Correo: jsandoval@estrellaysandoval.com